Hoy os cuento una historia bonita con final feliz. O no, según se mire.
Dublín, 2011. En plena crisis me dio por sacarme la espinita del inglés en Irlanda, la que sería -sin saberlo- mi isla de las tentaciones.
No era mi segundo Erasmus, realmente me daba mucha pereza ir y encima semanas antes conocí al padrísimo (bueno, futuro padrísimo) y me regaló una foto de los dos besándonos apasionadamente, que yo puse en la mesita de noche; así que, para más inri, parecía que iba en pareja.
La verdad es que la vida recompensó mi esfuerzo. Antes de ir contacté con gente de couchsurfing; esto es: gente viajera que intercambian sus casas y/o sofás para ir viajando por el mundo. No recuerdo cómo es que llegué a esa web, lo que sí recuerdo es la cara de flipi que se me quedó cuando recién instalada en mi nueva casa, pregunté por el bar donde se juntaba esta gente y me dijeron: «mira, sales de casa hacia la derecha y el primer bar que te encuentras es ese».
¿Really? ¿Podía ser más afortunada? ¡Dublín no era Londres, pero tampoco Albacete!
Me daba un palo horrible socializar y más en inglés, pero tenía el dichoso bar al lado de casa y hacían una fiesta. ¡No podía ser tan perra de no ir!
Fui. E intenté no relacionarme con españoles, pues todo el mundo me lo había remarcado mucho. Así lo hice, ¡aunque acabé con italianos! Me resultaba imposible tener una conversación mínimamente decente con mi inglés de P4, así que pensé que refrescar mi italiano tampoco era mala idea.
Esa misma tarde hicimos piña;una piña que me acompañó toda mi aventura dublinera y mucho más. ❤
Pero ninguno de estos amigos es el protagonista. Ya sabéis que hay miles y miles de italianos por todas partes, ¡y en las Baleares se multiplican como Gremlins!
A nuestro protagonista tentador lo conocí en la academia de inglés. Nos cruzábamos por las esquinas y nos mirábamos, pero poco más. Después empezamos a coincidir de tardes y de noches, y él siempre iba con una amiga que yo creía su novia. No era muy alto, ni muy fuerte, pero tenía una mirada y una nariz que me resultaban de lo más atrayente.
Un día me dijo que había un cole religioso donde los alumnos daban clases de inglés gratuitas para inmigrantes y le dije que quería ir. Él se apuntó conmigo, aunque puedo asegurar que su inglés no tenía nada que ver con el mío.
Yo pensaba, ¿lo estará haciendo por mí?
Una mañana de sábado estaba en la biblio y empezamos a hablar por el chat de Facebook. Me dijo que hacía una cena en su casa porque venían sus primos, y me invitó a ir con mi amiga Graziana (lo mejor que me llevo de allá).
Le dije que tenía que hablar con ella, pero que si podía, nos apuntábamos.
Recuerdo perfectamente aquella tarde en la bañera, el olor de la mascarilla de Aussie… mi excitación y mi fantasía al detalle (solo frenada por momentos, al recordar su insistencia en que viniera Graziana y la manía de los dublineses de poner moqueta en los baños).
¿Le gustaría mi amiga? ¿Por qué me insistió tanto en que viniera?
¿Y por qué estaba tan fogosa yo si tenía novio en Barcelona que hacía poco me había visitado?
Fuimos a su casa. Hizo pasta con salmón y calabacín. Todo correcto; excepto un pequeño detalle. Al entrar en su habitación vi una foto de él con una chica y me dijo que era su prima.
Intentaba despejar mis dudas sin éxito, pero al llegar a la discoteca el cambio fue radical; no había duda, ¡iba a por mí!
Me pagó la copa y me llevó a una esquina para bailar los dos solos. Me ruboricé. Después de la alegría inicial, pensé: ¿Y ahora cómo coño salgo de esta?
Intentaba no separarme del grupo, pero casi al final de la noche me dijo:
— Ven, que te quiero enseñar una cosa.
Mientras subíamos las escaleras me empecé a percatar que no era una buena idea, así que al abrir la puerta del terrado grité:
— ¡Uf, qué frío, no, no, mejor bajamos!— Y me dispuse a bajar pitando. Pero me paró. Y todo a nuestro alrededor también. Nos miramos, uno frente al otro, parados en medio de las escaleras, mientras el mundo se difuminaba a nuestro alrededor y, con él, su música. Era el momento ideal para cualquier primer beso, pero me rajé; agache la cabeza, lo abracé y, acto seguido, huí por las escaleras cual Cenicienta.
Ya no podía seguir la fiesta como si nada y acabamos yéndonos todos. Él me insistió para acompañarme a casa (gentileza italiana), pero le solté un moco en plan: «puedo ir sola perfectamente, no necesito que ningún hombre me acompañe». Así era yo; ahora no tanto.
El lunes le puse una excusa para no ir a clase, pero lo vi por la tarde en un pub. Me dijo que quería hablar conmigo y acordamos que al día siguiente después de clase hablaríamos tranquilamente de todo.
Por cierto, nunca he tenido los pelos más electrizados que allá…¡aún no sé cómo podía ligar!
Vino a por mí y fuimos para clase sin tocar el tema. Durante toda la clase no podía evitar deshacerme al verlo haciendo el paripé con esos niños por mí. Nuestras miradas aquella clase fueron más tiernas que la manteca.
Después de clase decidimos ir al parque para hacer un picnic y hablar. Primero fuimos a su casa a por la cámara de fotos, pero antes de llegar me paró en seco y me dijo:
— No quiero empezar esto con mentiras y el sábado te dije una cosa que no era verdad. No sé por qué lo hice.
— ¡La de la foto no era tu prima! — reaccioné rápida.
— Sí, pero… ¿cómo lo has sabido? —dijo super sorprendido.
— A ver, no hacía falta ser Einstein. ¿¡Quién tiene una foto de su prima en su cuarto!?
Aparte de mi compromiso. Mi resistencia a soltar compuertas se basaba en prejuicios sobre los italianos: «Seguro que es un picaflor». «Seguro que solo quiere sexo». «No te fíes ni un pelo de él». Y me repetía a mí misma que no podía poner mi relación en juego por un polvo, por muy magnífico que pudiera llegar a ser.
Ok. Pues me explicó que la chica esa era su ex; su ex de siete años con quien mantenía una buena relación aunque ya no fueran pareja (en realidad no era una foto, foto; era una alfombrilla del ratón).
Me dije: ¡Vaya, para ser un picaflor ha estado siete años con una persona y ha acabado bien! ¡Mi récord eran nueve meses y a distancia!
Fuimos a su casa a por su cámara y abrió la caja de los truenos.
— ¿Tú sabes que el sábado quería besarte, no?
—¡Lo sé!
—Pero sé que tienes pareja y no quiero ponerme en medio
—Lo sé, y te lo agradezco
—¿Por qué él es tan importante para ti?
—Porque creo que es el padre perfecto para mis hijos— dije sin titubear sorprendiéndome a mí misma.
Fuimos a mi casa a hacer los sándwiches. Mientras los hacía, él me sacaba fotos y yo simulaba que no quería (mientras chorreaba). Fue bonito, rollo peli.
Parecía un día de picnic perfecto, pero justo al salir del portal se puso a llover a mares. Entramos en el bar de los couchsurfers que siempre estaba abarrotado, pero… ¡Sorpresa! No había nadie en nuestra sala; solo él, yo y la chimenea de fondo.
Pensé: ¿¡Puede dejar de ser romántico esto, por Dios!?
Entonces nos pusimos a ver las fotos de su cámara y descubrí que su familia tenía pastuqui de la buena (varios barcos, servicio…), pero sobretodo descubrí un sentido humano y sentimental -al ver los detalles que captaba con su cámara- que me resquebrajó un poquito.
—¿Por qué me haces esto, Dios? ¿¡Puedes dejar que parezca el hombre perfecto, please!?
Volvimos a mi casa y nos pusimos a ver mis fotos de la India y a divagar sobre el amor. En un momento nos cogimos de la mano y pudimos sentir la energía que se generaba, mientras nos mirábamos a los ojos haciéndonos a la idea de que eso iba a ser lo íntimo que haríamos.
Después me acompañó a comprar. (No os he contado que al día siguiente venía el padrísimo, pues yo le había explicado mi tentación de las escaleras. Él se cogió un vuelo con rapidez y humor para venir, como él decía: «a mearse por las esquinas»).
Recuerdo el momento en la cola del supermercado cuando el italiano, con el que ya llevaba más de diez horas, me pasó un pepino: cogí el pepino, nos miramos y nos reímos; porque él me quería dar su pepino y yo quería su pepino, pero no se podía.
Al día siguiente me desperté con un mensaje suyo, donde me decía que sentía algo muy especial por mí, que flipó con la sensación que tuvo al darnos la mano, pues nunca había sentido nada así, que quería empezar algo conmigo y por eso me lo decía antes de que viniera el padrísimo, para que yo supiera qué hacer.
No tuve ninguna duda. Yo con quién tenía un compromiso era con el padrísimo y él en ningún momento me presionó. Vino, como era normal; pero no me tiró nada en cara, ni me insinuó de elegir, ni nada por el estilo. En cambio, con el italianini sí me sentí presionada y eso no me gustó.
No sé qué hubiera pasado si me hubiera dejado llevar por el momento, si me hubiera dejado embaucar por las artes de seducción italianas, por la pasta o por un polvaco que intuía de aúpa. Lo único que sé es que el padrísimo tenía que ser el padrísimo, pues que mi hija naciera años después era lo único que no podía cambiar de la historia.